BRYAN ADAMS EN BILBAO: EL AULLIDO DEL LOBO BLANCO DE ONTARIO

Pasaban apenas unos minutos por encima de las 21 horas del viernes 15 de noviembre, cuando se empezaron a escuchar los inconfundibles compases del Whole Lotta Shakin Goin’ On de Jerry Lee al tiempo que un Chevy descapotable sobrevolaba al respetable que ya se impacientaba en la grada. La inquietante imagen del Chevy recorriendo el pabellón al ritmo del rock and roll más primitivo, imprimió una dosis de vértigo a la velada. Lo que vino después fue una fiesta, una puesta en escena y un espectáculo a la altura de cualquier show grande de rock que se precie.

Y es que desde el inicio con el potente riff de Kick Ass, seguido por Can’t stop this thing we started, el músico canadiense Bryan Adams y su potente banda, liderada por un guitarrista formidable como Keith Scott, llevaron a los asistentes adonde quisieron, metieron quinta y ya no hubo freno. Apenas formada por Gary Breit al teclado, Mickey Curry a la batería, el ya mencionado Scott, todos de riguroso negro, y un Adams de blanco en estado de gracia tanto a la guitarra como al bajo, la banda es una máquina perfecta, contundente y precisa, que unida al excelente sonido que desprendió el recinto transformó la noche en un regalo mágico.

Algo ha pasado siempre con Bryan Adams. Existe una corriente de puristas que lo han denostado como leyenda del rock. Quizás esto se deba a que Adams siempre fue el yerno perfecto, un chico bien parecido que ha escrito algunas de las mejores baladas de la historia del género, no se le conocen escándalos, no rompe televisores ni se le conoce relación con las drogas, que en los 80 y 90 incluso forraba carpetas de las chicas de los institutos, que grabó duetos con artistas que estaban más cerca del mainstream o el Pop más enlatado, y que hoy, incluso hoy que cuenta con 65 primaveras, sigue siendo el yerno que tu madre y tu abuela elegirían para ti.

Sin embargo, por encima de falsas apariencias y de su innegable carisma, hay que rendirse a la evidencia. Y es que el canadiense es un músico excelente, que cuenta con un repertorio extraordinario, y que su entrega durante su directo, su compromiso, su puesta en escena y su formidable banda, han dejado patente que se encuentra más cerca de la grandeza que de cualquier atisbo caricaturesco que se le quiera atribuir.

Durante la noche, Adams hizo gala de un repertorio que repasó toda su carrera, en el que rescató algunas de sus primeras grabaciones como Take me Back, o más recientes como Shine a light con recuerdo especial para su padre y dedicatoria para los niños de Palestina, se desmelenó con la siempre potente Kids wanna rock, la cover de Rock and Roll Hell que en su día ‘regaló’ a Kiss, o incluso el Blue suede shoes de Elvis, porque siempre hay hueco para el Rey, y para Tina, y es que si hablamos de amor, Mrs. Turner debe estar presente, It’s only love, aderezado con guiños a The Best y What’s love got to do with it, todo al volante de su Chevy hasta Summer of 69, con un BEC en ebullición que ya era incapaz de estar sentado, coreaba al unísono canción tras canción, clásico tras clásico, Cuts like a knive, All for love y un final inesperado con el eterno Can’t take my eyes off you de Frankie Valli que puso en órbita a todo el pabellón. Impagable.

Un tema especial resultó ser el cover de When the night comes de Joe Cocker, resulta mágico asistir a a un espectáculo en el que el artista lleva los temas a su terreno de esta forma, con elegancia y sutileza, siendo capaz de valerse apenas de su guitarra, y sin banda, para poner a 15000 almas a mover el trasero o para tenerles comiendo de la mano. Y es que Bryan Adams demostró que es un animal de escenario con mayúsculas, sin artificios, que no tiene ni trampa ni cartón. Merece cualquier reconocimiento.

Hubo momentos desgarradores a nivel emocional como lo fueron la interpretación de (Evrything I do) I do it for you, Have you ever really loved a woman, All for Love, Straight from the heart o Cloud number nine, en las cuales, en una noche alumbrada por la luna llena, el lobo blanco de Ontario sacó de su garganta aullidos estremecedores, que dejaron huella eterna, cortando como cuchillos el fondo del alma de unos asistentes que no lo olvidarán jamás.

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