Amateurs in Yokohama. Canciones Salvíficas de Paul Zinnard

Hay un lugar que no conoces en la portada de este disco. Te sientes inclinado a pensar que es Yokohama, porque crees que en este mundo las palabras se traducen en imágenes. Ese lugar no es Yokohama y además ya no existe, la penúltima guerra lo borró y solo es un hueco. Es una metáfora y Yokohama también lo es, es el sitio en el que nunca imaginarías a Paul Zinnard y su banda. No sabes nada de la realidad y te gusta creer lo contrario. Estas canciones indagan a su manera en la realidad, que siempre es otra diferente a la que pensábamos, realidades diferentes a las que conocemos. En nuestras vidas va quedando poco espacio para canciones así, fuera del mercado y el algoritmo y la precisión matemática. Paul Zinnard no busca la perfección porque sabe que no existe, se piensa a sí mismo como un músico aficionado, se rodea de quienes se sienten como él y sueñan con la música, y cuando entra en un estudio de grabación nos lega el pálpito de lo inexplicable. Lo ha hecho una vez más, y lo seguirá haciendo porque la búsqueda es irrenunciable, siempre hay un motivo para dudar en un cruce, cada día hay una calle por descubrir.

Amateurs en Yokohama. Paul Zinnard ha tomado otro camino para llegar al mismo lugar, ha elegido una paleta de colores distinta para este lienzo. Su sonido elegante está atravesado de guitarras. Las armonías pintan sutilmente los espacios que la voz dibuja. Hay una pulsión profunda que viene de lejos, de otras canciones y otros discos en los que ha plasmado su acercamiento al horizonte que siempre se aleja. David Aldave ha sumado su guitarra a la de Patricia de Velasco, contrarios que se complementan, equilibrio, agua y fuego. Los teclados de Mauro Mietta se vuelven sutiles, velados, presencia que no está presente, ausencia que no existe. Julio Gómez cierra las canciones, impide que se escapen, las vuelve hacia sí mismas para que brillen. Nada de esto sucede casualmente, surge cuando los espíritus se conjuran y alientan en los músicos, les hacen creer que no lo son, que son aficionados realizando sueños una mañana cualquiera en un lugar sin nombre, en Pozuelo, por ejemplo, o Yokohama. Decía Woody Guthrie que las canciones están en el aire para que alguien las capture, y Dylan sintió lo mismo. Las canciones son tan antiguas como la creación del mundo, nacen de ese soplo que vino de más allá de las estrellas, y alguien, mirando al techo de su habitación con los párpados entreabiertos, filtrando la luz que entra por la ventana en un piso de Malasaña las hace suyas. Es el instante del milagro, de la revelación. A lo largo de los meses van creciendo, se cargan de significado en horas compartidas en otra habitación al otro lado de Madrid. Los músicos, la intuición, el ensayo y el error y el acierto, la duda y la certeza, cuando falta algo, cuando ya se sabe qué, era verano y es primavera, la canción todavía imperfecta es ya la canción.

Son diez, las canciones. Cuentan historias. Hablan de lugares que están lejos de aquel en el que nacieron. Lugares, personas, ciudades que conocemos aunque no hayamos estado en ellas. Nueva York, Londres. Buenos Aires. El mundo está al alcance de la mano en una pantalla de cine o de televisión, el mundo reconocido en las canciones que se reconocen en una existencia pasada, en el tocadiscos de una mujer solitaria, en las emisoras de radio, en el hombre que canta en un tiempo lejano, en el que toca la guitarra en Brooklyn. Nadie habla de Madrid, pero nada se entiende sin sus calles, donde el espíritu se revela en un instante, un fogonazo. Revolotea como una polilla en una farola, la canción. Atraparla no es fácil, si no se tiene cuidado se convierte en polvo entre los dedos. Son canciones que hablan de amor, amores no confesados, amores sin compromiso, amores que sustituyen a otros que todavía duelen, amores que no tenían futuro. Amor y desamor, y sueños de amor y de riqueza, ensoñaciones y realidad, una imagen de vino y flores que no acaba de difuminarse, un sentido de pertenencia al bando de los que resisten con una sonrisa. Son canciones de salvación, atrapadas entre la melancolía y el horizonte, volando delicadamente en la neblina húmeda de la noche y los noctámbulos.

Lucky Man. La percusión como latido, el del hombre afortunado. Te preguntas quién canta, si es el cantante o la canción se canta a sí misma. Dos voces, el narrador, la segunda voz que te llega desde otro plano, que es sombra y luz, y escuchas dos lecturas que coinciden en la misma historia, y las dos dicen lo mismo, desde dentro y desde fuera, no hay contradicción. Ese hombre que al llegar la noche pide que el mañana sea igual es real, lo sientes, quieres unirte a él en la expresión alada del deseo y el contento que son uno: I wish tomorrow will be the same. Contagia la alegría que muchas veces hemos sabido perdida, tantas veces, encontrada y perdida y vuelta a encontrar. La guitarra, con su voz, ilumina el mensaje, gotas de lluvia y sol, pulso de vida.

New York City. Sus personajes. Vidas que no te resultan extrañas, que te recuerdan a otras. Vidas en versos que son vida. Explosión de música que parece viajar en taxis y trenes suburbanos. Las guitarras se adueñan de los huecos de la narración que la voz empuja sincopada, palabras que se frenan para subirse en la rítmica de los parches y en la vibración de las seis cuerdas para saltar a otra estrofa cruzando la ciudad. La canción celebra las vidas anónimas con nombres propios, todos tenemos un nombre, Pedro o Sheila, incluso el músico que puede hacerte llorar con una sola nota en una esquina de Brooklyn Heights. Voces luminosas te llevan hasta el amanecer.

The Fight. Una melodía perezosa recorre un paisaje amenazante, oscuro, y la voz profética se prolonga en un eco de sí misma, encuentra sus espejo en la de la mujer, en su sonido arcangélico, ángel dulcemente humano que abre la puerta que da paso a la realidad de la que no se puede escapar. Solo en las canciones escapas. Voices on the radio…, las sílabas se alargan, el misterio se sostiene en un débil hilo sobre el abismo. El bajo es la arritmia del corazón, la guitarra el látigo de lo real. El arcángel brilla en la tiniebla. La voz redondeada de Paul Zinnard, David Aldave detonando explosiones controladas. Julio Gómez, la calle, la pelea, lo que viene, paso a paso, resbalando en los teclados de Mauro Mietta. Someone. Patricia de Velasco, luz astral.

Would You Think of Me. Hay prisa en el inicio, música que quiere irse, urgencia en las palabras. Tú las escuchas, la guitarra las subraya, la canción es una pregunta en sí misma, encierra muchas preguntas sin respuesta. ¿Dónde está la respuesta?, no está en el viento, frenéticamente la busca una música que busca una salida que busca un final. Hay en mitad de la canción una tormenta que no llega a romper, y él, cansado tal vez de preguntas, se arroja en los brazos de ella. ¿Es un rebelde o un fraude? No sabes si ella lo sabe. Eliges no saberlo. En tus oídos resuenan peleas callejeras, el cartero que intenta defenderse del sinsentido, estaciones de bomberos ardiendo, la promesa de no decir nunca “te quiero”.

Lonely Woman. Se palpa la soledad, la que solo se llena con una visita los domingos por la tarde. Pero de repente, sin darte cuenta casi de que eso ha sucedido, tú también escuchas el disco, la canción a la que la mujer siempre vuelve, con las persianas bajadas. Estás en su habitación, en el piso de abajo, un acorde y una melodía colman el vacío y la mujer no está sola, nunca lo ha estado, porque su historia no es solo suya. La música trepa por los muros de antiguo silencio y cantas esa canción de amor que nunca fue, sentimientos escondidos, y entonces alguien desconecta el teclado, y es soledad lo único que queda.

Love And Riches. Un espacio en el que soñar, construido por cada uno de los músicos. Cada uno aporta intimidad desde la orilla de la canción. Un espacio en el que las palabras son olas, y las olas son coros, la realidad late en las cuerdas del bajo y las teclas son de arena blanca, y las guitarras espuma. Y hay lágrimas, una canción así solo puede estar hecha de lágrimas, aunque no sepas de quién son, aunque no sepas si son las tuyas. La luz del sol que entra por la ventana te regala sabiduría, puedes soñar mientras seas consciente del sueño. El mundo es extraño y mamá puede guardarse en los bolsillos los filetes si la nevera no enfría. Es irreal y no lo es.

Sunshine. La lluvia es el recuerdo de algo que no es bueno recordar. La lluvia es un verso dicho lentamente, susurrado, como los sonidos del alba en una ciudad que despierta, como el amor y el olvido, como el amor. Un solo de guitarra despierta al sol sobre el horizonte urbano, en el este, en Yokohama tal vez, y las voces de la canción son la voz de otro día nuevo, se pasean por ella dejando atrás la memoria de un tiempo en el que se podía ser demasiado joven y pagar el precio. La nostalgia en poco más de cuatro minutos y tres voces. La belleza.

The Queen of England Died. Has oído, has oído, has oído. Uno, dos, tres, cuatro, te dejas arrollar, la sección rítmica te pisa y no te puedes apartar, te abre las orejas, los ojos, te estampa contra lo que no puedes controlar. Hay demasiadas cosas en un mundo lleno de ruido, cada noticia es un riff en tu tiempo, una guitarra que no callará, una percusión que te mantiene en lo alto, una línea de bajo que es la droga que te encadena a los sucesos, porque sí, lo has oído en la radio, la Reina de Inglaterra ha muerto. Nadie te mentiría sobre eso.

I Remember When I Used to Love You. Brillos de diamante en las yemas de los dedos, notas cristalinas. La narrativa en el fraseo que enciende la canción. Un estribillo que es una invitación a cantarla, a participar de un sentimiento. Los coros son NUESTROS. Nos oímos a nosotros en la canción …all the time. La guitarra navega por el tiempo, nos deja a la espera del fin de la historia. Cada vez las pausas se dejan notar más, cargadas de significado entre cada verso. Y en el final los coros dejan de ser nuestros, es un coro griego que hace universal la canción y lo que expresa. Estaba allí desde siempre, donde las canciones duermen, y Zinnard la encontró.

Flowers And Wine. Fin del camino. La realidad obstinadamente juega con los sueños. La música corre como un tren a golpe de tambores. ¿Qué celebramos? Tiempos de flores y vino. Tiempos que fueron suyos, que vienen desde la lejanía con un hombre que cantaba en las calles de Nueva York. They were mine. Confesión en voz baja, tímida, que roza el dolor, que se hermana con la pesadumbre. Si lo ves de otra manera, la sombra no puede triunfar. La vida sigue. Escucha los coros elevando ese mismo verso a las alturas en las que el sueño continúa. Todas las imágenes diseminadas repentinamente se deshacen como viejos cromos. No está la buhardilla, ni el caballo de carreras, ni el barco de vela, ni la esplendorosa novia. Solo los perros que ladraban en la distancia son reales, se duermen cuando acaba el disco y la última canción salva tu alma.

 

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