Mike Farris, una velada íntima

   El Café Berlín, esa cueva sonora donde tantas veces se detiene el tiempo, fue el lugar elegido para dar inicio a una nueva gira de uno de los mejores vocalistas de los últimos lustros. Después del bullicio previo al inicio de cualquier concierto, la sala se llenó de un silencio poco habitual, por desgracia, en algunos conciertos de este tipo. No era un silencio vacío, sino el de la expectación respetuosa, el de quienes saben que lo que están a punto de presenciar no se repite con facilidad. En el escenario, Mike Farris, con su sonrisa luminosa y esa voz que parece venir de otro tiempo. Se disponía a hacer vibrar cada rincón de la sala con su música.

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   Abrió con “Magnolia”, un primer guiño, pero no el único, a los superlativos pero poco reconocidos The Screamin’ Cheetah Wheelies, una elección perfecta para marcar el tono de la velada: calidez, alma, y una melancolía que se colaba entre las notas.

Desde los primeros compases se hizo evidente el excelente sonido del Berlín, nítido, envolvente, casi íntimo. El público —respetuoso hasta el extremo— acompañaba con un silencio cómplice, dejando que la música respirara.

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   El repertorio fue un viaje que entrelazó su historia: temas de The Screamin’ Cheetah Wheelies, momentos de su carrera en solitario, y canciones de su nuevo disco, el formidable “The Sound of Muscle Shoals”, en el que incluso se atrevió con una versión de Tom Petty, Swingin.

Entre canción y canción, desde la celebrada Backwoods Travelin’ hasta joyas como Let me love you baby o Tennessee Baby, Farris se mostraba cercano, hablador, generoso con el público, compartiendo anécdotas y sonrisas que rompían cualquier distancia entre artista y oyentes.

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“La revista Rolling Stone Country lo ha descrito como poseedor de «una voz enorme llena de la electricidad del sábado por la noche y la gracia divina del domingo por la mañana», una definición que encapsula a la perfección su esencia musical.”

   Hubo algo casi espiritual en el aire. Quizá por esa mezcla de soul, góspel y rock que él domina con naturalidad, o quizá porque ver a un músico de su talla en un entorno tan íntimo despierta una emoción difícil de describir. Cuando terminó el concierto, la sensación era clara: habíamos asistido a una ceremonia de la honestidad musical.

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   Mike Farris no necesita artificios. Le basta su voz —una de esas que parecen tener alma propia— y la conexión sincera con quienes lo escuchan. En el Café Berlín, esa noche, nos recordó que la música, cuando es de verdad, no necesita gritar para estremecer.

Próximos conciertos:

Fotos y vídeos Ana Hortelano.

 

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