Alfredo Grimaldos, un gigante en la divulgación del flamenco

Alfredo Grimaldos (1956-2020) me lo confesó de madrugá, tras una noche de farra inolvidable. “Estoy un poco cansado de escribir siempre sobre los malos. Me hubiera gustado dedicar más tiempo de mi vida al flamenco, a lo hermoso, a lo que nos acerca a la belleza de la vida”, me contó aquella velada etílica. Mentira. No dijo eso, no pudo hacerlo. Un luchador, rama boxeador, nunca diría algo tan cursi como lo de acercarse a la belleza de la vida, pero esa era la idea. Estoy seguro.

En ese momento nació Flamencos en el Ferrocarril. Varios amigos (en eso siempre fue multimillonario) movimos complicidades y años después, en septiembre de 2017, la editorial El Boletín lo sacó adelante. Los “buenos”, los cantaores y bailaoras más auténticas de nuestra tierra, habían arañado algo de espacio entre los días de Alfredo, ya con el hígado castigado, ese órgano que se mezcla con el corazón para parir el mejor periodismo.

Se sumaba esta joyita ferroviaria (con textos sobre Antonio Chacón, Carmen Linares, su favorito Rancapino, Antonio Mairena, Camarón y otros fenómenos de la naturaleza) a sus años en la revista de información flamenca Cabal o a los programas de radio La Hora del Duende y A Compás, o a su biografía de Luis de la Pica, aunque quizá nada de su obra pueda compararse con la necesaria, monumental y, qué coño, acojonante Historia Social del Flamenco (Ediciones Península, de 2010).

Antes había dedicado sus mejores esfuerzos a luchar contra las fuerzas oscuras, a esos mismos que ahora quieren fusilar a 26 millones de españoles, niños incluidos. Ahí están prodigios del periodismo silenciados por los medios, que no por la calle: La Sombra de Franco en la Transición. Madrid (2004); La CIA en España: Espionaje, Intrigas y Política al servicio de Washington (2006); Zaplana, el Brazo incorrupto del PP (2007); La Iglesia en España: 1977-2008 (2008); Esperanza Aguirre, la Lideresa. (2009); Claves de la Transición 1973-1986 (para adultos): de la muerte de Carrero Blanco al referéndum de la OTAN (2013). O sus reportajes en Interviú, Liberación, La Tarde, Actual o Artículo 20, entre otros muchos medios. Esa cosecha llevó a su buzón una cantidad de querellas que solo compite con el Guiness del Comandante Morales, otro grande del periodismo, mentor y amigo del alma para Alfredo.

Sabía muy bien sobre lo que escribía y se juntó con periodistas míticos: el citado José Luis Morales, Manolo Sanabria, Ignacio Fontes, Germán Gallego… Quien ha leído Diez Días que Conmovieron al Mundo se pueden hacer una idea del tipo de periodismo que brilló unos años, como un cometa que te deja con la boca abierta y luego llega la oscuridad.

Sabía muchísimo de historia y de política como lector voraz, pero su conocimiento procedía más de lo mamado en las calles, las de su Ventas/Pueblo Nuevo o las de todo el país que recorrió infatigablemente en busca de información. Nadie contaba de forma tan literaria como él las aventuras periodísticas o flamencas, anécdotas que florecían con un esplendor deslumbrante espoleadas con orujos, güisquis o bebidas blancas.

Me gustaba mucho cuando narraba la de aquella vez, cuando en pleno franquismo, en que varios compañeros de lucha se habían organizado para llenar el metro de pintadas. En esos tiempos, siempre se seguía una consigna para expandirla por las fachadas y subsuelos de Madrid. Ojo, no se pintaba con esprays ni esas cosas tan modernas. Lo hacían con brocha y cubos de pintura. La técnica era la siguiente: grupos de cuatro o cinco conjurados se distribuían por las diferentes líneas de metro de Madrid. A Alfredo le tocó la línea 3, la amarilla. Paraban en cada estación y pintaban; luego, a la siguiente, y así hasta recalar en Moncloa, donde acababa la operación. Siempre se hacía con el primer tren de la jornada. Al terminar el recorrido entraron en un bar. Al segundo carajillo, Alfredo se quedó mirando hacia el Arco del Triunfo en pleno amanecer y se le encendió la bombilla: “¿A que no hay huevos?”.

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Saltaron a la plazoleta y comenzaron la pintada que da a la Carretera de la Coruña, no tan concurrida como ahora pero muy visible. Por desgracia, la consigna de aquella sesión no era precisamente corta: “Mientras quede un solo preso en las cárceles de Franco, la lucha por la libertad seguirá”. Con brocha. Los detuvieron a todos cuando iban por la quinta palabra y a Alfredo le sirvieron sus conocimientos de boxeo para encajar lo que tuvo que encajar en el calabozo.

Siempre, durante toda la historia, es preciso dedicar tiempo a los malos y esa es la desgracia de muchas vidas, las de casi todos, porque no es fácil y a veces siquiera es posible centrarse en lo hermoso. Hoy lloro y lloro. Lloro por la alegría de haber conocido a este hombre excepcional. Y lloro de triste amargura, porque no podré/podremos volver a disfrutarlo. Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de la Plaza de Quintana. He visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de las Ventas. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.

Foto de portada y en blanco y negro por Ana Hortelano.

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