Un grande como Joan Manuel Serrat, se despidió está noche en Barcelona definitivamente de los escenarios tras arrancar esta gira el pasado noviembre en el Beacon Theatre de Nueva York. Serrat infinito.
El tiempo puso las canciones en un lugar privilegiado, el del afecto del público. El alma también tiene su piel. Porque dedicó su vida al vicio de cantar, y en el trámite contagió a miles y miles, aún cantando, todavía jóvenes por siempre. Como las canciones. Como Serrat. Caló en el sentir de la gente desde que salió de su Cataluña un buen día, con una guitarra rota, a decirle al mundo lo que ya no podía callar.
La dictadura franquista, entonces en su apogeo, no pudo silenciar el mensaje recto e irreverente del joven cantautor que encontró en la canción el modo de expresar con una belleza pasmosa, pero también con la sencillez de los sabios, aquellas esencias humanas que pronto se asumirían como verdades irrebatibles. Serrat se nos antoja en muchas dimensiones.
Nos asalta como un himno justiciero aquel precepto «hernandiano» cuando cantó las estrofas de «Para la libertad» y como una orden categórica, esa verdad de Machado, que alerta sobre la construcción personal de los caminos humanos, y que él nos enseñó a cantar. El Serrat que llevamos con todos nosotros, es inagotable, su canción se nos entrega cada vez que la encontramos, cada vez que la buscamos. Es una renovación que tiene que ver con las garantías, algo así como una fuente natural que apunta hacia lo infinito.
Serrat se marchó envuelto en un murmullo popular de música y palabras en el medio de una peste que, como él lo cantó, enfrenta a la humanidad con el horror de su propio espejo. Serrat eterno.
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