Charlie Musselwhite: el universo en una cajita

El ser humano es asombroso. A un tipo (dicen que relojero) se le ocurrió hace unas cuantas décadas fabricar un instrumento musical de viento diminuto, ideal para llevar en el bolsillo. Consistía en una cajita digital de apenas diez o doce centímetros de largo, fabricada con bronce o latón. Y era digital porque ese mecanismo se activaba mediante un código binario que consiste en soplar o aspirar aire en su interior. Ese paralelepípedo mostraba unos agujeros individuales sobre los que transitaba el aire procedente de los pulmones, de forma que unas lengüetas metálicas situadas en su interior recibían presión y vibraban. Ese trasiego del aire producía sonidos peculiares y el cacharro recibió como nombre armónica.

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Hasta ahí todo normal. Lo prodigioso es saber ahora que ahí dentro cabe el universo entero. Todo tipo de música, toda expresión humana y toda exploración cósmica caben en ese pequeño artilugio que desafía con su humildad al tamaño de las galaxias. Es un fenómeno idéntico a Charlie Musselwhite, el hombre que anoche sacaba de su chistera/maletín docenas de armónicas para demostrar su dominio práctico de la mecánica cuántica…

Al grano. Los músicos aparecen sobre el escenario de la sala Clamores (ahora mismo con la mejor programación musical en el foro) con un retraso de casi media hora. El veterano Musselwhite (1944) viene junto a Matt Stubbs (guitarrista de aspecto hipster, con ecos de Chicago) y el bajista Randy Bermudes. June Core, una locomotora afroamericana que amontona músculos en su metro y medio de altura, se ocupa de la batería y con eso ya está montada una banda bluesera de los viejos tiempos. No se ve un pedal ni ningún efecto en varios kilómetros a la redonda. Sólo esos instrumentos y mucha sabiduría.

El maestro cumple todos los tópicos del género, excepto el racial. Nace en Misisipi, de madre soltera. Las pasan canutas. Luego crece en Memphis (conoce de primera mano de Elvis Presley, Jerry Lee Lewis y Johnny Cash) y después se asienta en Chicago, cumpliendo el rito de subir por la autopista 51. Lo de siempre, lo de todos, lo imposible.

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Trabaja con pico y pala, coquetea con los fabricantes clandestinos de licor (anoche contó cómo el aliento de la ley en su cogote y el orden le empujaron a cambiar de rumbo), conduce camiones…. Pero el muchacho descubre algo que cambiará su vida: las penurias económicas, el dolor y las angustias se disipan cada vez que agarra la armónica o la guitarra. Ya está condenado. El siguiente paso es inevitable. Se hace amigo de todos los grandes del pequeño instrumento: Little Walter, Sonny Boy Williamson, Big Joe Williams, Muddy Waters o Howlin’ Wolf. Toca con casi todos y todos aprecian su buen carácter. Esos nombres son ya historia y dejan enseñanzas en Charlie “Mejillón Blanco”, quien se apresta a entrar en ella.

Pasan los años y a esas leyendas doradas se unen las nuevas criaturas del Olimpo: John Lee Hooker (muy amigo), Eddie Vedder, Ben Harper, Magic Sam, Bonnie Raitt o Tom Waits (llevan casi veinte años unidos en esto; dice el californiano: «Es grande. Trae unas 300 armónicas y micrófonos. Y está listo para cualquier cosa. Algunos temas no se adaptan a la cross harp, pero con las canciones que lo intentamos funcionó. En Chocolate Jesus, justo antes de que empiece la canción, puedes oírle hablando en el micro. Dice ‘I love it’. Esa es mi parte preferida de la canción»).

Dicen que acumula en su medio siglo de carretera un montón de premios, pero eso a casi nadie le interesa. Mucho más importante son sus discos, casi tres docenas desde el primero, publicado hace ahora cincuenta años: Stand Back!. El último se llama 2015 I Ain’t Lyin’ y lo ofrecía con gracia (“No tenéis por qué escucharme aquí, podéis hacerlo tranquilamente en vuestras casas”), escoltado por su mujer, un clon de la princesa Laia en plan pelirrojo, al final de concierto.

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Entrelaza cada canción con las distintas caras del blues, mientras su armónica le sirve como varita mágica para explorar los misterios del aire. Tiene una magnífica voz, capaz de sostener con brillantez los distintos registros que se ponen en su camino. El country o el góspel o el rockabilly andan cerca en ocasiones. Su rostro de indio cherokee se contrae al máximo mientras desgrana un set list variado que sirve como recorrido histórico por una carrera inabarcable: 300 Miles to Go, Gone Too Long, River Hip Mama, I,m going home, Bad Boy, My Kinda Gal, Ready For The Times to Get Better (dedicada a James Cotton, fallecido hace pocos días y con quien realizó giras con su actual banda), Good Blues Tonight, Roll Your Money Maker o Strange Land.

Tras casi hora y media de entrega, se despide brevemente mientras los gritos de “another song, another song” llenan la sala. Reaparece con Cristo Redentor, de Donald Byrd, procedente de su primer álbum que ahora cumple medio siglo. Dice que se siente a gusto, como cuando tenía 18 años. Por primera vez quita el micrófono que electrifica el sonido y suena su armónica con una riqueza cromática asombrosa, con una capacidad de penetración propia de un estilete que hurga en los secretos del corazón. Sopla y sopla y sopla y aspira y aspira y aspira. Es un instante conmovedor. Ese aparatito encierra el secreto que conduce hasta el alma humana y él es uno de los pocos que ha logrado descifrar ese enigma que conduce a las estrellas.

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Sí, Charlie Musslewhite resulta asombroso cuando cierra su maleta repleta de armónicas y forrada con pegatinas (la más visible pone Clarksdale, para que nadie se confunda). Sale del escenario con la mirada puesta en los nuevos misterios del universo que explorará con su cajita mágica hasta que vuelva a encontrarse con Cotton. Se despide así de nuestro país, tras varias sesiones inolvidables para todo amante del blues auténtico.

Texto por Miguel López.

Fotos por Miguel López, Antonio Sancho y Manuela Lorente.

 

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